miércoles, 28 de diciembre de 2011

Buena noticia de fin de año


VIAJE POR LAS DUDAS DEL FUEGO, de SOLEDAD CRUZ

Nunca he visto el rostro de Soledad Cruz. La desconozco. Sólo tengo el libro que ahora presento para acercarme a ella. Mi primera impresión y no es por el título, es que el libro arde.
Respondo a una invitación para presentar su obra y recuerdo que, no hace mucho, comentaba con un buen amigo la necesidad de elaborar un decálogo de la presentación ideal de un libro para sortear los tópicos que lastran las presentaciones literarias a las que, por una u otra razón, soy asidua.
El primer mandamiento de ese decálogo rezaría que el presentador nunca apelaría a la relación de amistad y admiración con el hombre o mujer que hay tras la pluma y la unicidad y brillantez de su actividad como escritor. Con esto no quiero decir que un amigo no pueda presentar la obra de un autor, sino que la responsabilidad de la presentación debe recaer en el interés de la obra y no en quien está tras ella. Es precisa una distancia no aduladora. Puedo afirmar que cumplo con la primera condición de ese decálogo de presentaciones aún no elaborado.
El segundo mandamiento del decálogo en proyecto tiene que ver con la desconfianza que me inspira el tópico de que en gran parte de las presentaciones a las que he asistido siempre se esgrime como un valor de la obra en cuestión que se trata de un “viaje”, y, todavía más, un “viaje al infierno”, un infierno que no es otro que el interior del yo, un periplo con la invocación de El corazón de las tinieblas. Y me encuentro ante el feliz hallazgo de que Las dudas del fuego no es una novela de viaje, de evasión en el sentido de huida, sino todo lo contrario, una obra que transmite la felicidad y la plenitud de ocupar el centro espiritual y geográfico donde la autora se encuentra. Y esta es para mí una razón más que justificada para dejarme envolver por sus páginas y ceñirme a transmitir mi propia experiencia como lectora a medida que avanzo por sus páginas.
He dicho para empezar que el libro arde.
Llevo tanto tiempo deambulando literariamente por altas cumbres, solitarias y silenciosas, que ocupan el centro de mi nueva actividad literaria,  que al desembarcar en la primera página del libro de Soledad, mi primer pensamiento fue la evocación de la desnudez.
La desnudez tiene algo paradójico: es el estado natural del Edén, del vergel, y también el estado propicio para el Apocalipsis. En la inocencia y en la hora del juicio no es posible presentarse vestido.
 El aire es denso en la novela. Para avanzar es preciso bracear entre fragancias y presencias poderosas. El exceso de capas que me ha protegido del frío de mis últimos escritos en glaciares y murallas heladas, me rinde más vulnerable al calor. Pienso en el amianto para protegerme del fuego de Ina y la fosforescencia de Regla Caridad Bárbara Lázara de las Mercedes Atocha Sol, centro, aunque no protagonista absoluta de esta obra, que da voz al coro que la canta y concede a cada uno de sus miembros, con delicado respeto, su tiempo y sus razones, pero el fuego de los personajes no consume y es mejor ir despojándose de las capas de piel que no nos permiten un contacto directo con su mundo.
Y en un estado de vulnerabilidad extrema me encuentro con una mujer múltiple, según reza su extensa nombradía, y con el fuego.
Regla Caridad Bárbara de las Mercedes Atocha Sol es observada y mostrada por hombres y mujeres afines u hostiles, que desconfían de ella o se entregan a su vitalidad desbordante y fecunda.
Fue un desafío de la vida con el cual no pude. No soy un extraterrestre. Ni un dios de esos con los que ella juega. No le basta dormir, respirar, comer.
Dice de ella uno de los personajes.
Una vez me regalaron un libro de Amos Oz. No era ficción, era un ensayo sobre la importancia del comienzo de una obra en la literatura. Desde entonces siempre me demoro en la primera frase de un libro para leer las cláusulas de lo que Oz define como “el contrato entre autor y lector”, la declaración de intenciones, la exposición de los aspectos más importantes de la obra.
Las dudas del fuego tiene una declaración de intenciones transparente: “Esta isla es mágica.”
Esta isla es mágica. Ni los españoles, ni los norteamericanos,
ni los rusos pudieron entenderla pero les fascinó a
todos por igual. Esta isla nació para el litigio y va a tener
al planeta en discusión por mucho tiempo, hasta que sus
habitantes descubran que son hijos de los orishas con
extraterrestres y que les está destinada la hora sin sombras
cuando los árboles derribados vuelvan a crecer, cuando las
matas de guanábana, las de mameyes, anón y chirimoya
sean bosques, el canistel resucite, el níspero y la guayaba
sirvan de pasto a los caballos, cuando los olores de los
mangos compitan con los del galán de noche, los jazmines
y las azucenas perfumen las ciudades y a las jutías
pueda dárseles de comer en las manos, mientras se leen
los secretos de las ceibas en los parques. Esta isla que
parece languidecer en la agonía, ensaya, quizás sin saberlo,
la nueva era en el universo, el cambio de estación en la galaxia.

Esta isla, Cuba, es el Edén y el Apocalipsis. Cuba oscila entre el paraíso y la devastación necesaria antes del juicio. Y, dentro de la isla, el escenario de la Casona del Cerro se convierte en una alegoría de la isla y oscila en el péndulo de la narración de la exuberancia primigenia a la ruina final casi apocalíptica, de esta a la recuperación, para dejarnos presentir un último abandono que presagia una nueva era de la regeneración, de regreso a la plenitud del Edén.
Una vez viajé a una selva. El suelo ruge bajo los pies, arde de fertilidad. Un indígena me dijo que esa es su maldición, la maldición, imagino, de quienes viven en la selva, no de la selva en sí: “se delimita un terreno –me decía-, se desbroza, se planta en él un jardín y para que el jardín fructifique, habría que arrasar toda la selva que lo rodea, porque la selva no tarda en devorarlo, fagocitarlo y poner a prueba la robustez de las raíces y semillas recién llegadas”. La misma tierra que lo devora, lo expande y si el hombre no se pone de parte de la selva está condenado a una fatiga inútil y, paradójicamente, estéril.
Regla Caridad Bárbara Lázara de de las Mercedes ha comprendido bien el alma de la selva, el alma de la tierra desde el principio. Planta jardines y no se empeña en desbrozar la selva alrededor, permite que pervivan en la selva dejando que sea la naturaleza, y no su empeño, quien guíe a la vida: a la naturaleza, a las vidas de quienes le son próximos y su propia vida, que también es conmocionada por acontecimientos imprevistos.
Su biografía, la biografía de la protagonista, como la de la isla, nos es transmitida no en cualquier punto de ese péndulo que nos lleva del Edén al Fin de los tiempos, en lo más tibio, sino en los momentos en los que el signo de los acontecimientos va a cambiar y esos acontecimientos nos son mostrados a través de visiones que de ella tienen los que le son próximos: mujeres y hombres, amigos y enemigos.
Una parte de las mujeres: Marina, Xiomara y Elsie, junto con Ina, forman parte del llamado círculo de la Esperanza, coro y corro exclusivamente femenino, dirigido por Regla o Caridad o Bárbara, según eligen uno de sus múltiples nombres unas u otras integrantes de esta cofradía vital e iniciática que busca la armonía con los espíritus, con los guerreros, con los Orishas.
Pero hay otros personajes, excéntricos, si entendemos como excéntricos alejados del centro mismo (y para que haya un centro es precisa la existencia de un círculo), otros personajes que eligen para su representación la línea, la línea que separa, la línea que abre una brecha entre quienes deambulan a un lado y los que deambulan al otro. La línea estrecha por la que solo es posible avanzar mirando al frente y no a los lados, donde no caben dos que caminen a la par.
Para hacer más patente esta diferencia, basta invocar dos imágenes: la del anillo, la del abrazo que se representaría con un círculo y simboliza el envolvimiento y la armonía (encarnada por el círculo de la Esperanza), y la geometría precisa del desfile, la línea recta y precisa, y creo que esta imagen es lo suficientemente elocuente para que establezcamos una diferencia que como lectores nosotros necesitamos, y que la autora no termina de establecer porque su afán de envolvimiento, así como su generosidad son infinitos.
Las visiones que de la protagonista nos transmiten los personajes lineales (la doctora, Ivona y Eduardo, hostiles todos ellos a Regla Caridad Bárbara…) vienen de la esfera laboral, de la del Partido, de un episodio de su vida personal. La importancia de los personajes lineales, los que desfilan al son de la consigna, es crucial.
Los personajes lineales (y ahora no hablo de estos en concreto, sino de los arquetipos con los que reconocemos a quienes solo saben mirar al frente, y no a su espalda ni a los lados) aborrecen los disfraces y este aborrecimiento es algo que comparten con los totalitarismos de cualquier signo. Un hombre que la ama nos describe a Regla Caridad Bárbara Lázara de las Mercedes como una mujer estrafalaria en la universidad, una mujer que le recibe disfrazada en su salón y él, que no se aparta por aquel entonces de la consigna y que es lineal hasta que el espíritu de Yemayá lo curva, alega la inconveniencia del disfraz que puede esconder intenciones ocultas.
Quien teme los disfraces está enfermo de desconfianza, lo que realmente teme es lo que late bajo el disfraz, pero también aborrece, por lo mismo, la desnudez, y por ello recurre al uniforme y abomina de la personalización de ese uniforme. Y para protegerse de cualquier otra intención oculta institucionaliza la delación. Y cuando pretende reformarse y fingirse tolerante, lo que ofrece son uniformes a medida.
El disfraz es el ardid de la isla y, por lo tanto el disfraz es innato en la protagonista. Ella es la isla. Las advocaciones de distintos santos no son sino un disfraz para mantener el culto de la religión yoruba. La protagonista, Regla Caridad Bárbara Lázara de las Mercedes es una y múltiple porque es Yemayá, el espíritu de las aguas, la maternidad, la reina de las brujas y los secretos, la misericordia; Oshún, porque encarna la belleza y la fertilidad y se complace en la cultura y las bellas artes; Changó, el espíritu guerrero más vital, el fuego, el que se complace en la vida y en los retos diarios; Babalú-Ayé porque encarna la esperanza del restablecimiento y no espera demasiado, se aleja de la ambición; Obbatalá, el espíritu creador; Elegguá porque abre caminos y los cierra, porque es quien franquea la sabana y el monte, porque sobrevuela los habitáculos de los ángeles de la derecha y la izquierda y Olorun, porque es el dueño de la vida, el sostén de los hombres, el señor de los colores, la luz, el aire y la energía.
Los Orishas se disfrazan de advocación católica, la religión yoruba se etiqueta de religión sincrética, esto es, creencias que juegan al disfraz, que son prohibidas una y otra vez, por unos u otros regímenes.
Durante siglos se estigmatiza el disfraz y lo que late bajo el disfraz. El uniforme debe bastar y si alguien descubre que el uniforme es otra forma de disfraz que oculta un latido distinto, se le encomienda la responsabilidad de la delación disfrazada de voz leal.
La delación está presente en toda la obra entre personajes del círculo y personajes excéntricos. La delación es una amenaza, un fantasma en el sentido más puro de la palabra, es un alma sin cuerpo; su presencia escolta el flanco de cada habitante de la isla y, cuando la certeza de que un habitante ha delatado ha crecido, el fantasma se metamorfosea en un monstruo, se encarna en el delator, que es ahora un cuerpo sin alma; salvo en el caso de Regla Caridad Bárbara Lázara de las Mercedes Atocha Sol, a la que un enemigo acusa de delatora y que, lejos de convertirse en un cuerpo sin su alma, es tachada de bruja.
La novela traza el contorno de la isla y su geografía a medida que se suceden las intervenciones de sus personajes, que van reconstruyendo la biografía de la protagonista y el relieve de su alma de forma fragmentaria: con arcos aquellos personajes que forman parte de su círculo, con líneas y puntos los personajes “lineales”. Los valores de cada una de las épocas de la historia más reciente de Cuba se van transformando a lo largo de las épocas a las que alude la narración.
El nacimiento de abolengo es un estigma del que es posible abjurar, la intelectualidad es otro estigma que conviene someter al juicio del trabajador. Los valores cambian, las lecturas de la historia van del materialismo histórico a la conmovedora sencillez de lo humano.
Cada personaje desdobla los Orishas de Regla y se acerca al centro de su espíritu por un camino, cada uno de los que hablan recoge de la protagonista la advocación de su nombre más afín a su propio espíritu. Ina y Melquíades Ramos, mujer de la limpieza y chofer del periódico que va demorando sus salidas en las últimas etapas de la historia hasta convertirse en un semanario que tiende a dilatar los plazos, recogen en su visión las advocaciones afines a Changó y Babalú Ayé; Fernanda, la mujer que prohíbe a su marido que mire a Regla, recoge el oráculo y la adivinación y hay en esta forma de ver, que no es lo mismo que mirar, en palabras de otro de los personajes, una verdad que late a lo largo de todo el libro, en la cadencia pendular del tiempo: a la unidad se llega por la diversidad, a la diversidad se accede por la individualidad.
En su segunda advocación, Caridad, la protagonista, escribe una novela: Los cementerios no tienen correo y un personaje afirma: “Regla Caridad Bárbara Lázara de las Mercedes Atocha Sol debía de estar profundamente triste para escribir esa novela de la que todos hablan porque le desbarató la vida.” Cuando la vida se le repara y han pasado años del Círculo de la Esperanza, el extraterrestre que va a visitarla le explica la bondad de los escritos frente al teléfono.
Para no faltar a la honestidad como lectora, tengo que detenerme en este aspecto.
Yo, como intrusa-personaje abrazada por el anillo de la obra, que también tengo que identificarme con una de las facetas de la pluralidad del personaje central de estas páginas, encuentro en esta proyección mi afinidad. Me asombran no tanto las consecuencias que escribir la novela tienen en su vida (la escritura siempre tiene consecuencias, pues el lector te somete a juicios y delaciones constantes) como el acto de escapismo que le supone la escritura, que la lleva a otra región de la isla, y la exploración la absorbe, una experiencia que como escritora comparto. Y aún más, hay otro punto de afinidad: el motivo que alienta su novela también está en mi propia creación; cementerios y correos están tan arraigados en mi propia imaginería que me convierto sin quererlo en otra integrante de su círculo de la Esperanza.
El correo está presente en toda la novela. Una presencia que anuncia el desenlace y a la que la protagonista describe como el extraterrestre, un amante de luz y aire que viene de un mundo que no es este, le canta las excelencias de la correspondencia.
A lo largo del libro hay cinco epístolas, la misma cantidad que las advocaciones ocultas de su nombre. La primera es una carta que su amiga Elsie escribe a la protagonista, la segunda, la respuesta a esta; Elsie responde a su vez a esa carta y tras la cadencia de esa primera parte, en la que tras la introducción de un escrito de Regla, una intervención de Ina, y, tras cada epístola se suceden los relatos de tres personajes, se marca una segunda parte que va abreviando la estructura: un escrito de Regla, una intervención de Ina, las visiones de todos los personajes con una ordenación distintas, una carta de la protagonista a Elsie y la respuesta final de Elsie que anuncia el aire, la luz y los colores y la advocación final al nombre de su amiga, que es una y muchas a su vez.
Yo pienso en el valor de la correspondencia, en el papel que tiene en mi vida esa correspondencia con quienes me son más cercanos, y en la correspondencia que ahora leo de mis personajes de ficción, de los que me separan siglos y también evoco que un día encontré un libro antiguo sobre correspondencia que proporciona modelos para un arte difícil de dominar y que incluye un capítulo dedicado a las cartas que no deben escribirse nunca porque sirven a un fin disparatado. Pero en este libro fecundo, en Las dudas del fuego, los espíritus abren caminos a través de la correspondencia, porque cerrar los caminos es una licencia que solo se permiten quienes trazan la vida como una línea.
En la correspondencia entre Regla Caridad Bárbara Lázara de las Mercedes y Elsie aparecen viajeros. Uno viene de dentro, es nativo; otro viene de fuera y no piensa volver a su lugar de origen. Los dos se han enamorado de la isla.
Mientras contemplamos huidas reales de balseros en la última etapa de la historia de Cuba a la que alude el libro, somos testigos del milagro de que hay viajeros que no son una vía de escape, sino una vía de encuentro, que va a sumarse al círculo, al abrazo primigenio de la tierra que da cobijo a las semillas robustas y ahoga a las más débiles. Y descubrimos que los que huyen no se llevan consigo nada de la isla. Los que vienen o vuelven encuentran en ella su lugar, como sucedía con la selva.
Hay tantas visiones de la isla como visiones de la protagonista, porque la una sin la otra no existe, porque la identificación entre ellas es total:
Este país me duele, arde y maravilla como el buen amor. Todos los días me despierto culpable de la dicha por haber nacido en él y vivirlo y sufrirlo con la fruición de las pasiones inacabables. Es tan hermoso este país, tan brujo, loco y cuerdo que a mi amante lo recomiendo como fórmula eficaz para impedir el tedio.
 –Parécetele, le digo, y me tendrás conquistada para siempre. No hay modo de aburrirse en un país que duele, arde, maravilla y es brujo, loco y cuerdo, como un amor fulminante.
Y me permito apuntar que, al final, uno de los viajeros llama a la advocación de la protagonista que señorea sabanas y montes, y me dejo arrastrar por la cadencia final del conjuro y el sortilegio que son la novela en sí.
No me resisto, una vez he terminado las páginas a acercarme a la autora a quien es difícil que tenga la oportunidad de conocer. La encuentro al otro lado de la pantalla, en una fotografía llena de vida, y me mira fijamente. Tras ella se despliegan útiles de cocina, café, papel, agua, fuego…  Soledad Cruz es Regla Caridad Bárbara Lázara de las Mercedes Atocha Sol.
Me resisto a la tentación de atribuir una literalidad enojosa a la ficción en relación con la biografía de su autora, pero sé que todas las advocaciones de los Orishas están en Soledad y que ella, como la isla, es una y múltiple.

                                                                       Paloma González Rubio