Perdona Dios a esos y esas que se quejan todos los días y tienen un pan para comer y pueden disfrutar tranquilos de una puesta de sol mientras las bombas caen en Trípoli. Perdona Dios a los que se lamentan por las carencias, que son muchas, pero pueden caminar sin amenazas por las calles mientras cinco gigantes resisten 13 años de prisión en un país que los acusa de terroristas y ejerce el terrorismo en cualquier esquina del planeta. Perdona Dios a los decepcionados porque el intento de repartir los panes y los peces no alcanzó a satisfacer tantos anhelos, aunque multiplicó escuelas y hospitales, cantos y libros. Perdona Dios a los que no saben apreciar lo esencial bueno que tienen y están dispuestos a abandonarlo para gozar de lo superfluo. Perdona Dios a los que imbuidos de las ideas màs nobles no supieron aplicarlas. Perdona, incluso, a los ingenuos que niegan la existencia del diablo y el enemigo de lo humano, valga la redundancia.
Pero no perdones a los que convierten en lucrativos negocios las desgracias ajenas, ni a los que exigen al prójimo la austeridad que no practican. Ni a los que en nombre de la libertad, la democracia, los derechos humanos acumulan riquezas que niegan esos conceptos carentes ya de sus significados trascendentes cuando con ellos se justifican las matanzas en Trípoli, Bagdad, Kabul, Damasco.
Y mucho menos perdonarás Dios a los malvados, dentro y fuera, sean artistas o traficantes de sueños, religiosos o ateos, aventureros o miopes, que desearían ver La Habana ardiendo en el fuego demoníaco en que Estados Unidos pretende sumir al planeta.